miércoles, 21 de octubre de 2009

La muerte. Esa deliciosa amante (relato)

No soy de los que llaman la atención por su físico, su cara, sus ojos o por cualquier otro atributo. Tampoco soy de los que a falta de esos atributos han desarrollado una musculatura que atraiga a quienes buscan a los “forzudos”. Soy lo que se puede decir un tipo común.

Tampoco quiero decir con lo anterior que sea de los que no queda otro remedio que pagar por una sesión de dos horas de sexo, pues he tenido mis oportunidades en la vida y he sabido aprovechar todas y cada una de ellas.

Ese día comencé mis labores como cualquier otro día. Todo en calma, normalidad y sosiego. Una taza de café, terminar de contestar correos electrónicos, ordenar el material pare comenzar el curso, comprobar conexiones con el proyector, revisar que el audio de la sala, refrigerios e instalaciones sanitarias estuviesen listas.

Comenzaron a llegar los alumnos y alumnas. Tras el educado “buenos días”, indicarles cuál sería su lugar para los siguientes cuatro días de curso. Todo transcurrió como en los ya casi ochenta cursos anteriores.

Al primer receso para el café no fue típico. Al menos para mi no lo fue. De inmediato me llamó la atención ese ceñido vestido color púrpura hecho de un cerrado pero delgado tejido. No era licra, pero poco faltaba para serlo.

Huelga decir que los demás “machos” de la manada ya habían notado su presencia y se aprestaban “diligentemente” a ayudarle y hacerle llegar cuanta comodidad fuese necesaria. Como recompensa bastaba el conocer su nombre y, para aquellos mas afortunados, su dirección de correo electrónico o su usuario en alguna herramienta de Cómputo Social.

En el segundo receso, procurando siempre pasar lo mas desapercibido posible, comencé a notar los demás atributos femeninos que enmarcaban al vestido. Su cabello negro y liso que de tan sedoso reflejaba la luz de las lámparas. Su delicada voz, el color de su piel, sus torneadas y firmes piernas.

Estaba imbuido en mis cavilaciones analíticas de su anatomía, cuando de repente sentí una mirada. Era ella que con una pícara sonrisa acusaba recibo de mis ojos sobre ella. De inmediato en mi cara sentí una oleada de calor. Los presentes se percataron de mi tremenda y característica ruborización y rompí de inmediato el contacto visual.

Proseguí como si nada hubiese ocurrido. Llegó el momento del primer ejercicio. Todo sin novedad. Di por hecho entonces que todo había quedado en ese “ruborizante” episodio.

Tras la hora de la comida y estando concentrado en la preparación del tercer ejercicio, sentí nuevamente esa mirada encima. Esta vez con discreción y utilizando el rabillo del ojo, vi que esa sonrisa estaba ahí y la mirada fija en mi persona. ¿Deducción? Quiere divertirse a mi costa poniéndome la cara de color cereza.

No estaba tan equivocada, pues de repente empecé a sentir el calorcillo que circulaba por mi frente y mis mejillas. Repentinamente sentí en una de ellas un delicado roce de unos cabellos perfumados y negros como la noche. Ella estaba a solo cuarenta centímetros de mi, solicitándome asistencia para la culminación del segundo ejercicio.

Confieso que un estremecimiento corrió desde la mejilla hasta el cerebelo. Tratando de retomar la compostura expliqué los pasos que faltaban para culminar la tarea. Su voz tan cerca de mi oído producían mas estremecimientos. Compostura ante todo. Terminé la explicación y ella se retiró pausada y con paso firme contoneando esa cadera, obsequiándome esa hermosa vista que para evitar problemas tuve que aceptar disimuladamente.

Mi corazón palpitaba con fuerza. Me retiré discretamente al lavamanos para enjuagarme el rostro y retomar frialdad y compostura.

Salí de el sanitario y a la entrada de mi aula noté que ella estaba esperándome junto a mi escritorio. De pié, erguida, mostrando su exquisita anatomía que exigía salir por cada poro de el purpúreo atuendo. Con pasos calmos y firmes llegué a mi escritorio y pregunté cuál era la duda. Ella tras una pausa preguntó: -”¿Le parezco atractiva?”-. Mi asombro fue evidente, pero respondí con calma y serenidad que esa pregunta no estaba autorizada, pues la respuesta (que ella ya la conocía) podía colocarme en una situación bastante comprometedora para con la empresa.

Ella con una sonrisa y una risita pícara y casi burlona me increpó diciéndome -”...esto solo quedará entre Usted y yo... Maestro”-. Esa última palabra fue casi un susurro. Yo quedé anonadado en medio de un embotamiento. Inmediatamente mi cerebro comenzó a volcarse en mil y un fantasías eróticas y carnales.

No se cuánto tiempo pasó. Ella esperaba la respuesta. Discretamente revisé que no hubiese nadie mas y con voz baja respondí -”...mucho, diría que demasiado”-. Bajé la mirada y procedí a buscar mi silla. No me sentía bien.

De repente recordé ese sentimiento que en aquella primera eyaculación experimenté. Una mezcla de enorme placer combinada con mareo, náusea y una tremenda paz interior. Sopor y una enorme oleada de calor en todo mi cuerpo. Ella se retiró con pasos pequeños y suaves a su lugar. Ella se divertía.

El día terminó sin mas contratiempos. Todos se retiraron y solo quedó el aula, los libros, los equipos de cómputo, el proyector y mis pensamientos. Terminaba mi reporte diario. Un sonido. Una puerta que se cierra lenta y calladamente.

Mi primer sentimiento fue duda. El segundo sentimiento miedo. Esos pasos, ese caminar y ese perfume. Dios, era ella. Aún no estaba en mi campo visual pues me encontraba con la vista a mi teclado.

No quise levantar la vista. Yo apostaba a que era mi imaginación intentando jugar conmigo. No era posible. Los pasos se escuchaban muy reales y junto con ellos ese sonido que produce la ropa cuando lenta pero decididamente abandona un cuerpo.

Respiración agitada, el corazón como un caballo desbocado. El calor, el estremecimiento y por qué no, había que admitirlo, una erección.

Poco a poco se acercaban los pasos hasta que en mi cabizbajo campo visual se vieron un par de lindos zapatos negros que calzaban a unos pies menudos y tersos. Fui subiendo la mirada y sobre esos pies había un par de tobillos, unas hermosas pantorrillas. Sorpresa.

Aunque claramente había escuchado cuando las ropas tocaron el piso del recinto, mi asombro fue enorme. Un par de carnosos, musculosos y delicados muslos hacían acto de presencia. Levanté mas rápidamente la mirada y al terminar de enfocar, toda ella desnuda. Cruzando maliciosa pero exquisitamente sus piernas. Sus brazos cayendo a cada lado de su cuerpo, sus senos mas hermosos que como se veían a través de ese vestido que yacía en el piso y su cara serena pero con una mirada retadora. Un monumento viviente delante de mi, a solo noventa centímetros.

Mis manos de manera casi automática salieron por si solas al encuentro de su cadera. la sensación era realmente hermosa. Ella acercó su pubis a mi rostro. Que aroma mas delicioso. De inmediato mis labios se entrelazaron con sus labios vaginales, viéndome recompensado con un par de manos firmes tomándome de la nuca y atrayéndome con fiereza hacia esa delicada y exquisita cavidad.

Su respiración era pesada, pausada, emanando de vez en cuando unos deliciosos gemidos que hacían que atacara con mayor fuerza a su “sanctum sanctorum”. Ella levantó una pierna apoyándola en un descansabrazos de mi silla y ahora mi lengua se deleitaba jugueteando por sus labios menores, su clítoris y ese pequeño espacio húmedo y rosáceo.

No pude mas. Me retiré y arranque mis ropas dejando ver un cuerpo nada escultural. No reparé en el hecho de que ella pudiese retirarse al verme, pues mas temprano que tarde ella ya atacaba mi pene con sus labios. Qué manera mas hermosa de obsequiarme un “felatio”.

Con suavidad empujé su cabeza contra mi zona pélvica. Ella no se retiró y muy al contrario deglutía mi pene completamente, produciéndome una sensación harto placentera. Qué delicia.

La tomé con suavidad de su cintura y procurando no ser un bruto, la levanté y la puse sobre mi escritorio. Ya nada importaba. Eramos solo ella y yo. La penetré con lentitud y ella empezó a mirarme. Que mirada mas dulce y que obsequio mas divino. Sus caderas empezaban a responder rítmicamente a mis ataques cada vez mas feroces. Ella parecía disfrutarlo y lo daba a entender con sus gemidos.

Ella de repente rompió el contacto, para de inmediato ponerse de pié dándome la espalda. Tan pronto como le fue posible y sin perder su gracia, se inclinó hacia adelante ofreciéndome un par de glúteos carnosos y tersos.

Entonces sentí su mano tomando con firmeza mi pene. Ella entonces con la otra mano retiró el glúteo izquierdo y con decisión colocó mi glande a la puerta de su ano. Era increíble lo que me estaba pasando. Ella entonces con fuerza empezó a introducir mi pene en el esfinter anal. Yo me dejé llevar y terminé con suavidad la penetración. Hasta el fondo.

Ella gimió y con sus manos en mis piernas me pidió me detuviese. Duramos unos instantes así y ella retiró sus manos dándome luz verde para continuar.

Comencé suavecito y calmo percibiendo como lo empezaba a disfrutar. Ella entonces me pidió mas y comencé gradualmente a subir el ritmo. Era ya un animal desbocado sobre ella. Con fuertes y sonoros gemidos me ordenaba mayor fiereza y que no me detuviese. Así transcurrió unos minutos y en ese momento de su boca salió un enorme gemido indicándome que estaba a punto de explotar en un orgasmo. Yo entonces no pude mas y tratando lo mas posible de aguantar, di rienda suelta al instinto.

Quedé sobre ella agotado. Ella aún gemía. Quise sacar mi pene, pero ella me suplico lo dejase un rato mas ahí. Sentía como su ano palpitaba estrujando mi pene y provocando una sensación que nunca antes había experimentado. Ese exquisito premio que es sentir que exprimen hasta la última gota de mi semen.

Que piel mas suave. Sus piernas y sus glúteos fueron víctimas de un par de manos toscas y profanas que intentaban acariciarle suavemente. Ella entonces con dulce calma apartó su cuerpo. Me tomo de las mejillas y con sus ojos divinos y negros me miró dulce y agradecidamente. No hubo palabras. Sus labios besaron a los míos y de repente toda mi vida pasó ante mis ojos.

Era cómico verme a mi mismo sentado y con la cabeza apoyada en el teclado de mi “laptop” mientras los paramédicos trataban inútilmente de resucitarme. Ya no sentía frío ni calor. Ni hambre ni sueño. Solo ese hermoso sentimiento que el recuerdo de ese delicioso acto sexual grabó en mi mente cuando aún estaba vivo.

Dulce muerte, qué exquisita amante eres.