viernes, 18 de diciembre de 2009

A su recuerdo…

Ese día como cualquier otro día en la vida de este ser humano de género masculino, desperté con una erección. Si. Esa que se produce por varias razones: sea por tener llena la vejiga y que al entrar ésta en contacto con la próstata da por resultado el llenado del tejido cavernoso que conforma al pene, o por haber tenido ese sueño erótico y cuasipornogŕafico.


Sea por lo que sea me encontraba en plena erección y la verdad con un enorme deseo de desahogar la libido.


Para evitar un accidente escatológico, procedí a visitar al mueble de porcelana que recibió toda la urea que mi anatomía produjo en una noche. El placer de la eyección fue confortable.


Regresé al lecho y fue entonces que sonó el timbre de la puerta principal. Confieso que no fue nada agradable y una sonora pero discreta maldición salió de mi: -”…quién carajos timbra a estas horas?”- Era tal la insistencia que no podía dejar de acudir a tan impertinente llamado.


Por la mirilla de la puerta pude verla de pie y su cara reflejaba además de su juvenil hermosura esa expresión que el apuro solamente puede conferirnos. Abrí la puerta y de inmediato y sin pedir permiso pasó ella como una exhalación a mi recibidor.


-”Gracias por permitirme entrar”-, se disculpó de inmediato. -”La verdad no sabía a quién acudir y sinceramente era muy necesario que me permitiera Usted pasar”-.


La educación se hizo paso por entre un amasijo de sentimientos encontrados. Procedí amablemente a ofrecerle algo de tomar y para mi sorpresa ella aceptó apresuradamente. Era muy temprano para la ingestión de bebidas “espirituosas”, por lo que de inmediato puse en funcionamiento la cafetera.


Serví diligentemente dos tazas grandes con la aromática bebida y ella de inmediato procedió a ingerirla. Tras calmarse un poco comenzó la explicación: Tal pareciera que al quedarse sola en su departamento, el escuchar ciertos ruidos que parecían provenir de un intruso, le alertaron y pusieron sus nervios a punto para salir corriendo por algo de ayuda.


Con tranquilidad le ofrecí acudir a su vivienda que además de quedar cerca, era de un tamaño que con tan solo cinco minutos serían suficientes para revisar si efectivamente un intruso andaba merodeándola. Con un salto y un afirmativo agradecimiento prácticamente me llevó a rastras para que procediera a la inspección de su morada.


Tras hacer unos minutos al “Sherlock Holmes” me di cuenta que esos sonidos provenían de la azotea, pues al parecer ciertas vecinas decidieron comenzar muy de madrugada con las labores propias del lavado de la ropa.


Ella entonces con ruborizada pero agradecida faz me invitó a que continuásemos con la ingestión de las tazas de café, las cuales seguían cada una en nuestras respectivas manos.


La tranquilidad me permitió entonces ver detalles que hasta ese momento habían pasado desapercibidos. Ella no llevaba puesta otra cosa que no fuese la pequeña prenda de seda y un par de sandalias. Aunado a lo anterior baste recordar que había amanecido con un talante algo lujurioso y esa silueta suya que se traslucía un poco en la batita me puso a hervir la sangre.


De manera discreta estudié cada palmo de su deliciosa anatomía, dándome cuenta de que toda ella era definitivamente el mejor remedio para quienes padeciesen de impotencia sexual. Lo que se dice pues un “bocatto di cardinalle”.


Con mirada inocente pero definitivamente consiente de mi inspección anatómica sobre su cuerpo, ella con algo de maliciosa coquetería procedió a acercarse un poquito con el pretexto de que le pudiese escuchar mejor. Yo con el mismo pretexto puse menos distancia entre ambos y sin quererlo, ya estábamos a no mas de cuarenta centímetros el uno del otro.


Su dulce y sensual voocesita producían en mi un embotamiento y una excitación indescriptibles. Ella entonces abarcaba todo mi espacio y mi tiempo en ese instante.


Por los huecos de esa delicada batita se veía una carne deliciosa y tersa que de inmediato me hicieron fantasear y llenar mi mente con mil y un extrapolaciones sexuales.


No pudimos mas. Por una mágica razón ella comenzó a tomar con recíproca complicidad mi proceder y repentinamente estábamos los dos ya revolcándonos en el sofá de su salita.


Degustar esa piel de sus hombros, besar con frenesí esos labios y pasar la lengua por sus pezones fue tan solo el comienzo.




Con furor y ansiedad bajé mis labios hasta encontrar ese delicioso pubis que ella entonces acercó a mi cara, tomando mi cabeza por la nuca y haciendo presión sobre si misma. Sentía un delicioso ahogo y mi excitación iba en aumento.


Levanté ese carnoso y torneado par de piernas y ahora la lengua pasaba por esa zona que delimitan la vagina y el ano, sin dejar de lamer ningún pliegue o resquicio. Que dulce aroma comenzó a llegar a mi. Que delicados y atrayentes gemiditos escuchaba y cuánta pasión y éxtasis podía sentir entre mis manos.


La penetré vaginalmente con pasión y locura. Nos fundimos en un frenético y violento ritmo que hacía de cada erótico vaivén toda una experiencia.


Ella explotó en el primer orgasmo y de inmediato pasó a una postura que permitía que yo pudiese atacar sus carnosos glúteos. Decidí entonces ir por todo y con temerario atrevimiento acerqué mi glande a su esfínter.


Cuan grande fue mi sorpresa que mas allá de encontrar aversión o rechazo, ella misma tomó mi pene y colocándolo en las puertas de ese paraiso anal, con un delicado pero firme movimiento de cadera hizo que mi miembro viril se abriera paso y morara dentro de su esfínter.


Comenzamos nuevamente con ese diálogo que nuestro rítmico movimiento púbico ya conocía y, tras unos cuantos minutos, exploté dentro de ella recibiendo como recompensa sus estrambóticos y orgásmicos movimientos.


Nos quedamos así por un rato. Abrazados mientras mi pene era premiado por esas punzaditas que su músculo pubocoxígeo obsequiaba para extraer todo ese nectar que emanaba de mi.


Acaricié sus senos con mis torpes manos y sin mas ni mas, nos quedamos tierna y plácidamente dormidos.


Hoy simplemente queda ese dulce recuerdo, mientras que deposito una docena de rosas rojas en una fría lápida que de ella solo tiene grabado su nombre. Espero sinceramente que exista el cielo, pues será en ese lugar que nos volvamos a obsequiar mutuamente el regalo de nuestras almas.